Cuando era niña, todavía vivía con mis abuelos en las afueras. En aquel entonces, era un pueblo tranquilo y rodeado por tierras agrícolas y árboles. Sin tantos edificios altos, sin carreteras tan anchas. Todas las mañanas, al amanecer, los campesinos acudían a las tierras llevando palancas o aperos despreocupados. Frecuentemente, se entrelazaban los arreamientos y cantos en el camino. Y todas las personas se saludían sincera y entusiásticamente.
Sin embargo, con el desarrollo económico, todas las cosas dichas poco a poco se desvanecieron como una neblina. Se erigieron conjuntos de viviendas y edificios altos, en vez de las tierras fecundas, y las carreteras en vez de las sendas. En cambio, las comunicaciones entre los vecinos o los pueblos se volvieron cada día menos. Las personas, que se mudaron en los departamentos del bloque de viviendas, parecieron como si fueran los pájaros de jaula. Después de trabajar, sólo entraron en la casa, cerraron la puerta y quedaron dentro casi todo el resto de su jornada.
Aunque las condiciones de nuestra vida han logrado un gran mejoramiento, el pueblo, en mi recuerdo, tranquilo y armonioso, desapareció para siempre. Incluso a veces, creo que eso sólo es una escena de mi sueño.